domingo, 20 de agosto de 2017

La eterna sonrisa de Mudo

Me agota  hacer un obituario y aunque este blog no tiene una sección necrológica, a veces se hace obligatorio reseñar la muerte, o mejor, la vida de algunas personas que trascendieron por algo.
El 15 de agosto pasado fue un día infausto para los bayameses, pues fallecieron varios hijos del barrio de San Juan y sus alrededores, según tuve noticias: Otto, un  combatiente del Ejército Rebelde, Felipe  Nolbert, la profesora Delia Babastro y Armando Rodríguez Valera.
Todos tienen historias singulares, pero trataré de reseñar la larga vida de Armando a quien  todos sus familiares y amigos  conocían como Mudo, por padecer de sordera congénita y no existir los adelantos de la ciencia y la medicina de que hoy disponemos.

Creo que lo conocí desde que tuve uso de razón, pues su hermana Micaela vive en la casa de al lado y cuando él venía de allá de La Cuchilla, junto al Río Cauto, yo veía a mis vecinos, Lolina,  Chino,  Nené y Camilo revueltos por las cosas de Mudo, era muy alegre y una amplia sonrisa por lo general le iluminaba el rostro.
Cuando los muchachos nos portábamos mal, por señas y sonidos mostraba su descontento y solo una vez vi “casquear” con el cinto a unos de los muchachitos, pues decían que  por detrás escuchaba algo y cuando le decían “ Paurra”,  se ofendía tanto que los perseguía  blandiendo la correa, pero eso se le pasaba pronto.
Me divertía como señalizaba la palabra mujer: “con los puños cerrados y los pulgares  sobre  el pecho, apuntaba con los meñique también cerrados para representar los pechos y todos sabíamos qué decía.
 Recuerdo que en los años 60 del pasado siglo,  un curandero o charlatán que decía operar con una botella lo trató una vez cuando era joven y dijo que estaba listo para hablar, pero él jamás creyó en eso, mi madre le puso en un papel: “Armando,  tú  estás operado”;  pero él negaba con la cabeza, jamás lo creyó.
Fue un trabajador incansable, obrero agrícola, celador en una vaquería,  obrero de la Presa Cauto del Paso, y creo que en Comunales, lo que sé es que dondequiera despertaba admiración y respeto por ser tan laborioso y por su carácter bonachón.
 Recuerdo un viaje que hice con mi madre a La Cuchilla, después de corretear y bañarnos en el río Cauto, vi un machete que refulgía al sol como si fuera de plata ya tenía yo unos siete años y fui a “comprobar el filo”… la herida fue  grande en el pulgar, pero mis vecinitos  trancaron la hemorragia con ¡tierra y telaraña llena de hollín del fogón de leña!.
Ya ni sé cuándo se mudó definitivamente  para casa de Mica, allí conocí sus dotes de sobador, maestro de la digito-puntura, diestro en arrancarles los empachos a Carmen Luisa, mi hija más pequeña y a mis nietos Alejandro y Diego, ¡tan comilones! y hasta a mí me haló más de una vez el pellejo de las canillas para curarme como a mis chamacos.
Recuerdo particularmente que él me recogía el periódico con el repartidor y se insultaba cuando yo no lo oía, pero enseguida se sonreía cuando me veía y me comentaba las últimas jugadas de béisbol  o los últimos puñetazos en los torneos de boxeo , porque era aficionadísimo a los deportes.
Murió de una afección cardíaca, pero la vida le dio  un corazón inmenso  para dar cariño a todos… cuando veía a uno de sus compañeros de trabajo que pasaba y llegaba a saludarlo se le encendía el rostro de alegría y empezaban a rememorar historias.
Yo salía y él me daba un parte de quien entró a mi casa y yo lo entendía a la perfección.
Armando no tuvo hijos físicos, pero desde que éramos muchachos, fue muy cariñoso  con sus sobrinos con los descendientes de estos y hasta con los míos, pues siempre trató con una dulzura infinita a mis hijas y nietos.

Se fue, pero la amplitud de su sonrisa nos queda a todos quienes lo queríamos.

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